Domingo, 7:30 h de la mañana. Paro el despertador y mi mujer y yo nos desperezamos para ir a despertar a nuestros hijos. Hoy, por suerte, como muchos fines de semana, tenemos torneo de ajedrez. También hoy, como en casi todos los fines de semana anteriores podrían hacer otras cosas de domingo con nosotros, como dormir o jugar hasta tarde. Sin embargo ya están despiertos e impacientes por ir al torneo...
La práctica del ajedrez es un pasatiempo, un divertimento, una forma de entretenerse, sólo que sometiendo a nuestro cerebro y a nuestra voluntad a un combate mental continuo. Esta situación sucede en mayor o menor medida en otros muchos juegos de mesa, igual que en otros muchos deportes. En teoría, ese es el mayor valor que tiene este juego, pero para nosotros no es solo eso.
Para nosotros, jugar al ajedrez supone ver crecer a nuestros hijos en una actividad que les permite entrenarse en pensar más rápido, razonar con más profundidad y amueblar su cabeza a la vez que se divierten. Y lo hacen integrados en un colectivo de practicantes solidario y democrático, que valora por encima de todo el estricto cumplimiento de las normas en el juego en general y en la vida. No se aprecia un logro si no es merecido. No se valora una victoria si es ausente de brillantez y genialidad en el juego. Una falta de respeto es tan sancionable como una ilegalidad en el juego.
Mis hijos se han iniciado en el ajedrez jugando contra nosotros. Cuando nuestros conocimientos no satisfacían su inagotable afán, lo han seguido aprendiendo de la mano de sus monitores del Colegio y del Club. Poco a poco han ido mejorando su juego y sus actitudes, y nos hemos dado cuenta de que gracias al ajedrez se han hecho más luchadores ante los retos y más tolerantes hacia la derrota justa. Luchan con todas sus fuerzas por sus objetivos, pero siempre aplicando las reglas y aprendiendo de los sinsabores recibidos. Y eso hacen los ajedrecistas en todas las edades y a todos los niveles de competencia. Hemos jugado con grandes maestros del ajedrez y con personas que nunca habían jugado antes; con niños que casi no llegaban a la mesa y con ancianos para los que el ajedrez había sido y seguía siendo su vida. Y hemos ganado y perdido muchas partidas inesperadas. Las reglas son las mismas que en la vida: Se saluda al contrincante y se le desea suerte al iniciar y al terminar. Se sancionan las trampas al igual que la falta de respeto al rival, y esa filosofía y esos ejemplos, en la sociedad que nos ha tocado vivir, no tienen precio.
Algunos de nuestros mejores amigos y amigas son nuestros mayores rivales en el tablero, y cuando terminan los torneos estamos deseando volver a verlos, aunque cuando nos toque jugar una partida contra ellos luchemos 2 o 3 horas uno contra el otro para vencernos. Nuestros niños son como si fueran suyos, y los suyos son como si fueran nuestros.Y lo más mágico de este juego es que 5 minutos después de ganar o perder, por mucho que te duela esa derrota, es muy probable que estemos tomando un café y charlando con ellos, comentando amistosamente la partida o echándonos una revancha de última hora. Evidentemente esta filosofía se encuentra muy lejos de la competitividad a cualquier precio que pregonan otros deportes y de la premisa de que “el fin siempre justifica los medios” que tanto daño hace a nuestra juventud hoy.
¿Cómo se consigue este pequeño milagro? Predicando con el ejemplo de jugar de manera solidaria y democrática y aplicando las normas de forma estricta. Unas normas que ponen los buenos modales como objetivo principal del juego. También cuidando a los que tienen que enseñar las normas: esos excelentes monitores de nuestros niños de los que disfrutamos en nuestra provincia. Ellos fueron aprendices de este juego unos años antes y, en su trayectoria como jugadores, también desarrollaron el respeto y la recompensa del talento y del esfuerzo como señas de identidad de su deporte. Un buen monitor es como un padre o madre para un jugador: le aconseja sobre ajedrez o sobre cualquier otra cosa, lo anima, está con él en las clases y en los torneos y sufre y disfruta con él. Y de todo este esfuerzo que realiza el monitor, casi siempre más de la mitad de las horas que le dedica no son remuneradas.
Pero no pensemos que el ajedrez por sí sólo puede ser la piedra angular de la vida de una familia o de la educación de un niño. Lo primero que los monitores enseñan a nuestros hijos es a huir de la obsesión por el juego. Una obsesión siempre es insana y puede llegar a ser muy peligrosa, sea la que sea. Por eso las familias y los monitores ponemos al ajedrez en su sitio exacto en la vida de nuestros hijos: como una diversión que pueden practicar sin obsesionarse, siempre que el resto de las obligaciones importantes se cumpla primero.
Además en cada torneo compartimos vivencias con otras familias, sepan o no sepan de ajedrez. Viajamos, hacemos turismo, conocemos nuevos lugares y otras personas juntos. Disfrutamos cuando ganamos, lamentamos cuando perdemos, pero siempre acompañados de gente como nosotros, respetuosa, con valores. El ajedrez no es un fín, es un medio en nuestra vida para ser mejores personas.
Por eso nos sentimos orgullosos de pertenecer a esta gran familia que formamos los aficionados al ajedrez en nuestra provincia y damos las gracias a todos y cada uno de los miembros que la hacen posible. Por eso pensamos que vale la pena madrugar un domingo más y hacer los kilómetros que sea. No es por ganar trofeos o dinero…
Ponemos como excusa el juego del ajedrez para volver a compartir nuestro tiempo con nuestros rivales en el tablero, solo que son también los mismos que han terminado convirtiéndose en algunos de nuestros mejores amigos.
Roberto Morales González.
Padre de ajedrecistas, profesor y ajedrecista aficionado.
Enhorabuena Roberto.
ResponderEliminarGracias Juanfra. Me salía del alma la necesidad de escribir sobre esto...
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