¡He perdido! ¡La culpa es tuya que me has mirado! ¡De el de al lado que ha tosido! ... |
Culturalmente se nos exige ser exitosos, ganadores, vencedores en cada actividad que se emprende. ¿Qué sucede en nosotros ante el inevitable revés, la derrota, el no logro de los objetivos? ¿Puede calificarse como “malo” al hecho de perder o sería, con las adecuadas herramientas, la raíz de aprendizajes de vital importancia?
Dos miradas se descubren en un mundo que parece ajeno a los demás. El cortisol generado en el cerebro comienza a expandirse por cada rincón del organismo provocando sensaciones de adrenalina y ansiedad, las manos se ponen frías, el corazón bombea más rápido que siempre y, a veces, las piernas realizan pequeños movimientos incontrolables que exasperan a más de uno. En la mente de cada individuo aparece, generalmente, un objetivo claro: salir vencedor.
Es común sentir, el deseo de ganar cada vez que se tiene un encuentro con un oponente, sobre todo en un deporte como el ajedrez, que es especialmente individual (aunque también se juega de forma grupal). La mayoría esperaría que tras hacer un enorme esfuerzo mental como el que se hace, por el tiempo que toma y por las características del juego, no podría obtener recompensa más grande que la victoria, indiscutiblemente. Sin embargo, esto conlleva a una cuestión elemental y es que son dos pensando en el mismo propósito sin que sea posible que ambos lo consigan simultáneamente.
Cuando se es el ganador de la partida la serotonina hace de las suyas y en la vida todo es alegría, el estado de ánimo se eleva positivamente, la autoestima sube como cohete y las felicitaciones son recibidas con todo el honor que el instante amerita. Pero caso contrario es cuando se pierde. Lo ideal ante esta situación sería reconocer los propios errores, aceptar la posición en la que se está y asumir con cierta madurez emocional lo sucedido para convertirlo en aprendizajes significativos.
No obstante, en la realidad hay poco de perfecto. Es posible encontrar dentro de los jugadores de ajedrez, experimentados o novatos, niños e incluso adultos, reacciones cargadas emocionalmente cercanas a las “pataletas”, algunos lo expresan con llanto, otros con agresividad y hay quienes muestran total apatía. La sensación de fracaso es inminente y llega como una puñalada directa al corazón.
Es curioso cómo esto parece una contradicción al momento de tener en cuenta que una de las ventajas del ajedrez, como práctica recurrente, es el desarrollo de la paciencia y la espera por la gratificación, que, entre otras variables, constituye la tolerancia a la frustración. Ante ello es necesario hacer una claridad: el ajedrez, y cualquier actividad que busque estimular las capacidades cognitivas, afectivas y sociales de las personas, se debe ver siempre como algo complementario y paralelo a una formación integral desde el hogar. De ninguna manera se puede pretender que estos espacios suplan los vacíos o los “errores” que los padres y/o cuidadores han tenido en la crianza de los niños, futuros jóvenes y adultos.
El ajedrez es una excelente herramienta para enseñar a los individuos las cuestiones de la vida, pero nunca podrá asumir el rol de un padre o de una madre al momento de transmitir a su hijo cómo debe manejar sus actitudes y sus emociones y que, si al momento de perder se genera un estado de decepción porque se espera que algo deseado se realice y resulta imposible hacerlo, por diferentes motivos, se debe trabajar en ello.
Todas las personas tienen diferentes grados de tolerancia, en este caso se trata de respetar y soportar con paciencia aquello que no se entiende o no se comparte. En el deporte ciencia es un asunto bastante importante ya que el camino para ser uno de los mejores no es fácil y, si no desarrolla esta capacidad, supondrá para el individuo un gran esfuerzo superar esa situación y se sentirá desmotivado para volver a intentarlo.
Los padres, o adultos cuidadores según el caso, comienzan con esta tarea en casa y deben tener presente asuntos como que los deseos de los más pequeños están relacionados con necesidades fisiológicas básicas, como alimentarse, dormir, etc. Y, por lo tanto, deben suplirse de inmediato. Los niños continúan creciendo y comienzan un período de egocentrismo en el que quieren todo y en el momento en que lo deciden, ya que tienen la creencia de que el mundo gira a su alrededor, no comprenden, completamente, el significado de un “no”. No tienen el concepto de tiempo, ni han desarrollado la capacidad de pensar en los deseos y necesidades de los otros. Este es el momento preciso para comenzar a actuar.
Para enseñarles de manera temprana y adecuada a manejar su tolerancia a la frustración es necesario trabajar en la identificación y aceptación de las propias emociones, poner límites cuando sea necesario, permitir que ellos resuelvan dificultades por sí solos, evitar darles gratificaciones siempre y de manera inmediata, realizar juegos con ellos en los que se sientan obligados a pedir ayuda y a contemplar diversas alternativas para resolver una situación, pero, sobre todo, ser el ejemplo adecuado. Nunca hay que olvidar que los niños, habitualmente, actúan por imitación.
El gran beneficio de un apropiado control emocional se evidencia en la asertividad para manejar las diferentes situaciones de la cotidianidad, positivas o negativas. Esto es posible verlo en un tablero de juego o en grandes escenarios de la vida y proporciona bases para conocer la historicidad de cada sujeto. Se permite, de esta manera, romper con los paradigmas culturales acerca de absolutismos sobre lo que es bueno o malo.
Los conceptos en sí mismos no dicen nada, perder y ganar se vuelven siluetas abstractas, el sentido es otorgado, esencialmente, por valores sociales y depende de cada sujeto, con sus aprendizajes y su contexto, el matiz que dará a cada una de sus interpretaciones. De poco vale una gran memoria o una gran habilidad de cálculo sin un manejo emocional ante los errores, propios y ajenos: el tablero de juego, como representación de la vida, se convierte en un escenario propicio para consolidar aprendizajes emocionales.
Artículo por: Daniela Alzate y Diego Londoño
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